El
machismo es algo que, en mayor o menor medida, sigue existiendo y está presente
en nuestro día a día. Pero como podemos observar en la obra ''Los Cuentos del Conde Lucanor'', en la Edad Media
no sólo se trataba de machismo, sino de una misoginia extrema.
Esta
misoginia se observaba diariamente en gran medida en la Edad Media, pues no
sólo se trataba de abusos verbales o psicológicos. Si bien es cierto que el
maltrato físico no estaba generalmente bien visto, tampoco estaba mal visto y
era, como no podía ser de otra forma, siempre culpa de la mujer. Pero no sólo
hablamos de golpes; las violaciones también eran comunes.
Cuando hablamos de
violación imaginamos un campo oscuro y un hombre utilizando la fuerza para
conseguir su objetivo (que también ocurría y no se comenzó a juzgar hasta
finales de la EM), pero también existían y existen violaciones dentro de una pareja o matrimonio.
Actualmente, aunque es difícil de probar, se considera delito pero en la Edad
Media era su obligación servir y satisfacer al marido y habían de cumplir su
voluntad.
Algunos ejemplos dentro de la obra se encuentran en el cuento I, cuando la intención que expresa el rey es la de dejar a su mujer e hijo en manos del ministro. El deseo de que su hijo pequeño sea atendido en su ausencia es totalmente lógico pero que su mujer haya de ser cuidada de la misma manera que un niño hasta que un varón pueda gobernar es, cuanto menos, machista. Aunque para la época posiblemente fuese micro machismo considerando que en el cuento XXXV se habla de una manera tan natural sobre el maltrato psicológico del moro hacia su propia esposa.
Por ello, me he permitido el lujo de cambiar el final de este cuento y proponer uno igual de extremo que el original pero sin el apremio hacia la sumisión que hace su autor:
Otra
vez, hablando el conde Lucanor con Patronio, su consejero, díjole así:
-Patronio, uno de mis deudos me ha dicho que
le están tratando de casar con una mujer muy rica y más noble que él, y que
este casamiento le convendría mucho si no fuera porque le aseguran que es la
mujer de peor carácter que hay en el mundo. Os ruego que me digáis si he de
aconsejarle que se case con ella, conociendo su genio, o si habré de
aconsejarle que no lo haga.
-Señor
conde- respondió Patronio-, si él es capaz de hacer lo que hizo un mancebo
moro, aconsejadle que se case con ella; si no lo es, no se lo aconsejéis.
El
conde le rogó que le refiriera qué había hecho aquel moro.
Patronio
le dijo que en un pueblo había un hombre honrado que tenía un hijo que era muy
bueno, pero que no tenía dinero para vivir como él deseaba. Por ello andaba el
mancebo muy preocupado, pues tenía el querer, pero no el poder.
En
aquel mismo pueblo había otro vecino más importante y rico que su padre, que
tenía una sola hija, que era muy contraria del mozo, pues todo lo que éste
tenía de buen carácter, lo tenía ella de malo, por lo que nadie quería casarse
con aquel demonio. Aquel mozo tan bueno vino un día a su padre y le dijo
que bien sabía que él no era tan rico que pudiera dejarle con qué vivir
decentemente, y que, pues tenía que pasar miserias o irse de allí, había
pensado, con su beneplácito, buscarse algún partido con que poder salir de
pobreza. El padre le respondió que le agradaría mucho que pudiera hallar algún
partido que le conviniera. Entonces le dijo el mancebo que, si él quería,
podría pedirle a aquel honrado vecino su hija. Cuando el padre lo oyó se
asombró mucho y le preguntó que cómo se le había ocurrido una cosa así, que no
había nadie que la conociera que, por pobre que fuese, se quisiera casar con
ella. Pidióle el hijo, como un favor, que le tratara aquel casamiento. Tanto
le rogó que, aunque el padre lo encontraba muy raro, le dijo lo haría.
Fuese
en seguida a ver a su vecino, que era muy amigo suyo, y le dijo lo que el
mancebo le había pedido, y le rogó que, pues se atrevía a casar con su hija,
accediera a ello. Cuanto el otro oyó la petición le contestó diciéndole:
-Por
Dios, amigo, que si yo hiciera esto os haría a vos muy flaco servicio, pues vos
tenéis un hijo muy bueno y yo cometería una maldad muy grande si permitiera su
desgracia o su muerte, pues estoy seguro que si se casa con mi hija, ésta le
matará o le hará pasar una vida mucho peor que la muerte. Y no creáis que os
digo esto por desairaros, pues, si os empañáis, yo tendré mucho gusto en darla
a vuestro hijo o a cualquier otro que la saque de casa.
El
padre del mancebo le dijo que le agradecía mucho lo que le decía y que, pues su
hijo quería casarse con ella, le tomaba la palabra.
Se
celebró la boda y llevaron a la novia a casa del marido. Los moros tienen la
costumbre de prepararles la cena a los novios, ponerles la mesa y dejarlos
solos en su casa hasta el día siguiente. Así lo hicieron, pero estaban los
padres y parientes de los novios con mucho miedo, temiendo que al otro día le
encontrarían a él muerto o malherido.
En cuanto se quedaron solos en su casa se sentaron a la
mesa, mas antes que ella abriera la boca miró el novio alrededor de sí, vio un
perro y le dijo muy airadamente:
-¡Perro,
danos agua a las manos!
El
perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y a decirle aún con más
enojo que les diese agua a las manos. El perro no lo hizo. Al ver el
mancebo que no lo hacía, se levantó de la mesa muy enfadado, sacó la espada y
se dirigió al perro. Cuando el perro le vio venir empezó a huir y el mozo
a perseguirle, saltando ambos sobre los muebles y el fuego, hasta que lo
alcanzó y le cortó la cabeza y las patas y lo hizo pedazos, ensangrentando toda
la casa.
Muy
enojado y lleno de sangre se volvió a sentar y miró alrededor. Vio
entonces un gato, al cual le dijo que les diese agua a las manos. Como no lo
hizo, volvió a decirle:
-¿Cómo,
traidor, no has visto lo que hice con el perro porque no quiso
obedecerme? Te aseguro que, si un poco o más conmigo porfías, lo mismo
haré contigo que hice con el perro.
El
gato no lo hizo, pues tiene tan poca costumbre de dar agua a las manos como el
perro. Viendo que no lo hacía, se levantó el mancebo, lo cogió por las patas,
dio con él en la pared y lo hizo pedazos con mucha más rabia que al
perro. Muy indignado y con la faz torva se volvió a la mesa y miró a todas
partes. La mujer, que le veía hacer esto, creía que estaba loco y no le
decía nada.
Cuando
hubo mirado por todas partes vio un caballo que tenía en su casa, que era el
único que poseía, y le dijo lleno de furor que les diese agua a las manos. El
caballo no lo hizo. Al ver el mancebo que no lo hacía, le dijo al
caballo:
-¿Cómo,
don caballo? ¿Pensáis que porque no tengo otro caballo os dejaré hacer lo
que querías? Desengañaos, que si por vuestra mala ventura no hacéis lo que
os mando, juro a Dios que os he de dar tan mala muerte como a los otros; y no
hay en el mundo nadie que a mí me desobedezca con el que yo no haga otro
tanto.
El caballo se quedó quieto. Cuando vio el mancebo que no le
obedecía, se fue a él y le cortó la cabeza y lo hizo pedazos. Al ver la
mujer que mataba el caballo, aunque no tenía otro, y que decía que lo mismo
haría con todo el que le desobedeciera, comprendió que no era una broma, y le
entró tanto miedo que ya no sabía si estaba muerta o viva.
Bravo,
furioso y ensangrentado se volvió el marido a la mesa, jurando que si hubiera
en casa más caballos, hombres o mujeres que le desobedecieran, los mataría a
todos. Se sentó y miró a todas partes, teniendo la espada llena de sangre
entre las rodillas.
Cuando
hubo mirado a un lado y a otro sin ver a ninguna otra criatura viviente, volvió
los ojos muy airadamente hacia su mujer y le dijo con furia, la espada en la
mano:
-Levántate
y dame agua a las manos.
Viendo
la mujer la locura que presentaba su marido y la vida que le tocaría vivir, no
se dejó llevar por el miedo y reflexionó. En estas milésimas de segundo sopesó
varias soluciones. La primera fue la de acatar la orden que tan agresivamente
había salido de los labios de su marido, que descartó inmediatamente, pues no
pensaba dejarle creer que su sumisión sería tan fácil de alcanzar, si es que
fuese alcanzable. La segunda fue la de pedir ayuda, idea que también descartó,
pues sabía bien que, si su opinión no valía nada, su miedo o sufrimiento no
serían menos.
Barajó
entonces lo que parecía su única opción de conservar su dignidad, aunque ello
le costase la vida. Se levantó, no sin antes soltar un sonoro '¡NO!', cogió
firmemente la mano de su marido que sujetaba el cuchillo ensangrentado y colocó
la punta en su yugular.
-Has
acabado con un perro, un gato y hasta con tu único caballo. Yo te pido que me
mates ahora antes de acabar conmigo cada día.
Como
don Juan vio que este cuento era bueno, lo hizo escribir en este libro y
compuso unos versos que dicen así:
''Desde el principio
hasta el fin, debe la mujer decidir,
como ha de vivir''