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sábado, 3 de diciembre de 2016

MI SUMISIÓN NI SE IMPONE NI SE COMPRA, ¡NO EXISTE!

El machismo es algo que, en mayor o menor medida, sigue existiendo y está presente en nuestro día a día. Pero como podemos observar en la obra ''Los Cuentos del Conde Lucanor'', en la Edad Media no sólo se trataba de machismo, sino de una misoginia extrema.

Esta misoginia se observaba diariamente en gran medida en la Edad Media, pues no sólo se trataba de abusos verbales o psicológicos. Si bien es cierto que el maltrato físico no estaba generalmente bien visto, tampoco estaba mal visto y era, como no podía ser de otra forma, siempre culpa de la mujer. Pero no sólo hablamos de golpes; las violaciones también eran comunes

Cuando hablamos de violación imaginamos un campo oscuro y un hombre utilizando la fuerza para conseguir su objetivo (que también ocurría y no se comenzó a juzgar hasta finales de la EM), pero también existían y existen violaciones  dentro de una pareja o matrimonio. Actualmente, aunque es difícil de probar, se considera delito pero en la Edad Media era su obligación servir y satisfacer al marido y habían de cumplir su voluntad. 

Algunos ejemplos dentro de la obra se encuentran en el cuento I, cuando la intención que expresa el rey es la de dejar a su mujer e hijo en manos del ministro. El deseo de que su hijo pequeño sea atendido en su ausencia es totalmente lógico pero que su mujer haya de ser cuidada de la misma manera que un niño hasta que un varón pueda gobernar es, cuanto menos, machista. Aunque para la época posiblemente fuese micro machismo considerando que en el cuento XXXV se habla de una manera tan natural sobre el maltrato psicológico del moro hacia su propia esposa. 

Por ello, me he permitido el lujo de cambiar el final de este cuento y proponer uno igual de extremo que el original pero sin el apremio hacia la sumisión que hace su autor:

Otra vez, hablando el conde Lucanor con Patronio, su consejero, díjole así:

 -Patronio, uno de mis deudos me ha dicho que le están tratando de casar con una mujer muy rica y más noble que él, y que este casamiento le convendría mucho si no fuera porque le aseguran que es la mujer de peor carácter que hay en el mundo. Os ruego que me digáis si he de aconsejarle que se case con ella, conociendo su genio, o si habré de aconsejarle que no lo haga. 

   

-Señor conde- respondió Patronio-, si él es capaz de hacer lo que hizo un mancebo moro, aconsejadle que se case con ella; si no lo es, no se lo aconsejéis. 

   

El conde le rogó que le refiriera qué había hecho aquel moro. 

   

Patronio le dijo que en un pueblo había un hombre honrado que tenía un hijo que era muy bueno, pero que no tenía dinero para vivir como él deseaba. Por ello andaba el mancebo muy preocupado, pues tenía el querer, pero no el poder. 

   

En aquel mismo pueblo había otro vecino más importante y rico que su padre, que tenía una sola hija, que era muy contraria del mozo, pues todo lo que éste tenía de buen carácter, lo tenía ella de malo, por lo que nadie quería casarse con aquel demonio. Aquel mozo tan bueno vino un día a su padre y le dijo que bien sabía que él no era tan rico que pudiera dejarle con qué vivir decentemente, y que, pues tenía que pasar miserias o irse de allí, había pensado, con su beneplácito, buscarse algún partido con que poder salir de pobreza. El padre le respondió que le agradaría mucho que pudiera hallar algún partido que le conviniera. Entonces le dijo el mancebo que, si él quería, podría pedirle a aquel honrado vecino su hija. Cuando el padre lo oyó se asombró mucho y le preguntó que cómo se le había ocurrido una cosa así, que no había nadie que la conociera que, por pobre que fuese, se quisiera casar con ella. Pidióle el hijo, como un favor, que le tratara aquel casamiento. Tanto le rogó que, aunque el padre lo encontraba muy raro, le dijo lo haría. 

   

Fuese en seguida a ver a su vecino, que era muy amigo suyo, y le dijo lo que el mancebo le había pedido, y le rogó que, pues se atrevía a casar con su hija, accediera a ello. Cuanto el otro oyó la petición le contestó diciéndole: 

   

-Por Dios, amigo, que si yo hiciera esto os haría a vos muy flaco servicio, pues vos tenéis un hijo muy bueno y yo cometería una maldad muy grande si permitiera su desgracia o su muerte, pues estoy seguro que si se casa con mi hija, ésta le matará o le hará pasar una vida mucho peor que la muerte. Y no creáis que os digo esto por desairaros, pues, si os empañáis, yo tendré mucho gusto en darla a vuestro hijo o a cualquier otro que la saque de casa. 

   

El padre del mancebo le dijo que le agradecía mucho lo que le decía y que, pues su hijo quería casarse con ella, le tomaba la palabra. 

   

Se celebró la boda y llevaron a la novia a casa del marido. Los moros tienen la costumbre de prepararles la cena a los novios, ponerles la mesa y dejarlos solos en su casa hasta el día siguiente. Así lo hicieron, pero estaban los padres y parientes de los novios con mucho miedo, temiendo que al otro día le encontrarían a él muerto o malherido. 

    En cuanto se quedaron solos en su casa se sentaron a la mesa, mas antes que ella abriera la boca miró el novio alrededor de sí, vio un perro y le dijo muy airadamente: 
   

-¡Perro, danos agua a las manos! 

   

El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y a decirle aún con más enojo que les diese agua a las manos. El perro no lo hizo. Al ver el mancebo que no lo hacía, se levantó de la mesa muy enfadado, sacó la espada y se dirigió al perro. Cuando el perro le vio venir empezó a huir y el mozo a perseguirle, saltando ambos sobre los muebles y el fuego, hasta que lo alcanzó y le cortó la cabeza y las patas y lo hizo pedazos, ensangrentando toda la casa. 

   

Muy enojado y lleno de sangre se volvió a sentar y miró alrededor. Vio entonces un gato, al cual le dijo que les diese agua a las manos. Como no lo hizo, volvió a decirle: 

   

-¿Cómo, traidor, no has visto lo que hice con el perro porque no quiso obedecerme? Te aseguro que, si un poco o más conmigo porfías, lo mismo haré contigo que hice con el perro. 

   

El gato no lo hizo, pues tiene tan poca costumbre de dar agua a las manos como el perro. Viendo que no lo hacía, se levantó el mancebo, lo cogió por las patas, dio con él en la pared y lo hizo pedazos con mucha más rabia que al perro. Muy indignado y con la faz torva se volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, que le veía hacer esto, creía que estaba loco y no le decía nada. 

   

Cuando hubo mirado por todas partes vio un caballo que tenía en su casa, que era el único que poseía, y le dijo lleno de furor que les diese agua a las manos. El caballo no lo hizo. Al ver el mancebo que no lo hacía, le dijo al caballo: 

   

-¿Cómo, don caballo? ¿Pensáis que porque no tengo otro caballo os dejaré hacer lo que querías? Desengañaos, que si por vuestra mala ventura no hacéis lo que os mando, juro a Dios que os he de dar tan mala muerte como a los otros; y no hay en el mundo nadie que a mí me desobedezca con el que yo no haga otro tanto. 


    El caballo se quedó quieto. Cuando vio el mancebo que no le obedecía, se fue a él y le cortó la cabeza y lo hizo pedazos. Al ver la mujer que mataba el caballo, aunque no tenía otro, y que decía que lo mismo haría con todo el que le desobedeciera, comprendió que no era una broma, y le entró tanto miedo que ya no sabía si estaba muerta o viva. 
   

Bravo, furioso y ensangrentado se volvió el marido a la mesa, jurando que si hubiera en casa más caballos, hombres o mujeres que le desobedecieran, los mataría a todos. Se sentó y miró a todas partes, teniendo la espada llena de sangre entre las rodillas. 

   

Cuando hubo mirado a un lado y a otro sin ver a ninguna otra criatura viviente, volvió los ojos muy airadamente hacia su mujer y le dijo con furia, la espada en la mano: 

   

-Levántate y dame agua a las manos. 

Viendo la mujer la locura que presentaba su marido y la vida que le tocaría vivir, no se dejó llevar por el miedo y reflexionó. En estas milésimas de segundo sopesó varias soluciones. La primera fue la de acatar la orden que tan agresivamente había salido de los labios de su marido, que descartó inmediatamente, pues no pensaba dejarle creer que su sumisión sería tan fácil de alcanzar, si es que fuese alcanzable. La segunda fue la de pedir ayuda, idea que también descartó, pues sabía bien que, si su opinión no valía nada, su miedo o sufrimiento no serían menos.

Barajó entonces lo que parecía su única opción de conservar su dignidad, aunque ello le costase la vida. Se levantó, no sin antes soltar un sonoro '¡NO!', cogió firmemente la mano de su marido que sujetaba el cuchillo ensangrentado y colocó la punta en su yugular.

-Has acabado con un perro, un gato y hasta con tu único caballo. Yo te pido que me mates ahora antes de acabar conmigo cada día.

Como don Juan vio que este cuento era bueno, lo hizo escribir en este libro y compuso unos versos que dicen así:

''Desde el principio hasta el fin, debe la mujer decidir,
como ha de vivir''


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